El sismo que nos cambió la vida / ERNESTO REYES

El sismo que nos cambió la vida / ERNESTO REYES
El sismo que nos cambió la vida
ERNESTO REYES


El sismo del 19 de septiembre de 1985, de 8.1 grados de intensidad, destruyó el centro y norte de la capital de la República, principalmente. El movimiento telúrico fraguó de inmediato la solidaridad y empatía hacia personas que nunca habíamos visto o que, conociéndolas, necesitaban auxilio. La movilización de la sociedad civil fue impresionante, mientras el gobierno llegaba tarde a la emergencia. Muchos perdieron a sus seres queridos, cientos resultaron con lesiones. A todos nos cambió la vida. 

Cada uno, según la zona en que habitaba, hizo cuanto pudo para ayudar; nosotros, en la búsqueda de un desaparecido; miles de brazos, retirando escombros, levantando lozas de concreto, acarreando todo tipo de materiales de casas y edificios derrumbados; llevando agua y alimentos a los socorristas, a rescatistas, la gran mayoría sin serlo. Nos tocó palpar la angustia, dolor y desesperación de quienes buscaban a un familiar, una amistad, un vecino, un compañero de trabajo o de estudios. 

En general la gente se sumaba al auxilio sin preguntar de quién se trataba; dicha solidaridad enalteció a la sociedad mexicana y quedó como ejemplo para desastres posteriores. 

Nosotros vivíamos en el tercer piso del número 46 de la calle Petén, colonia Narvarte, cerca de la estación del metro Etiopía; próximos, la avenida Cuauhtémoc, Obrero Mundial, avenida Vértiz y el viaducto “Miguel Alemán “. Rumbo al norte estaba la zona de hospitales como el Hospital General y el Centro Médico Nacional. Ambos se colapsaron con enorme pérdida de personal médico y pacientes. Pegado al viaducto estaba el parque de béisbol del Seguro Social, donde la autoridad capitalina habilitó un depósito de cadáveres con cuerpos que ya no cabían en las improvisadas morgues ubicadas cerca de las oficinas delegacionales (hoy alcaldías). 

De Oaxaca de Juárez llegaron compañeros de la Asociación de Periodistas – Javier Hernández, Gilberto Cosío Matus, y otros, así como la familia del periodista y comunicador Antonio Mejía García, quien fue una de las víctimas del derrumbe e incendio del hotel Regís, donde estaba hospedado al haber acudido a un encuentro de corresponsales del periódico “El Día”. Con la esperanza de que estuviera vivo, nos organizamos con su hermano, el médico Arturo Mejía y su señor padre, quien nunca se resignó a su desaparición. 

En los depósitos, presenciamos escenas dramáticas de quienes iban a recoger a varios miembros de su familia: esposos, suegras, yernos, hijos, nietos, etcétera; se los entregaban enteros o en partes, como los habían rescatado. Estaban expuestos en medio de grandes charcos compuestos de sangre, solución de formol y cubos de hielo que retrasaban hasta cierto punto la descomposición. Católicos y de otras religiones ofrecían ayuda espiritual a los deudos quienes se llevaban a los difuntos en ataúdes de madera de pino sin barnizar. Las cajas en las funerarias de la ciudad se habían agotado porque se calcularon en 20 mil los muertos. Las cifras oficiales nunca coincidieron con el número de desaparecidos. 

Como el Regís se seguía consumiendo por el fuego y no nos podíamos sumar a las labores de rescate, recorrimos todo aquel lugar donde hubiera cadáveres o lesionados. En Delegaciones como la Cuauhtémoc, Venustiano Carranza, Gustavo A. Madero, estaciones de policía, Cruz Roja y clínicas y hospitales. Buscábamos el nombre de Toño en las listas y revisábamos literalmente los cuerpos a ver si alguno se le parecía. 

Allí en la calle, con los zapatos mojados con olor a muerto, la tragedia nos hermanó con los demás, comiendo tortas y bebidas que miles de personas voluntarias repartían: perdimos la noción del tiempo, sin reparar que nuestras familias también estaban preocupadas, aunque ya les habíamos avisado cuando se restableció la comunicación telefónica. Ya no acompañamos el sepelio de Toño, luego de que entregaron algo de sus restos mortales y se los llevaron a Oaxaca; permanecimos en la capital. 

Como nuestro propósito era estudiar una licenciatura, nos quedamos en la ciudad de México con nuestra economía dañada, debido a la crisis que acarreó el sismo. Esta decisión mejoró posteriormente nuestras vidas porque, con estudios superiores, hallamos mejores oportunidades.


Aquél 19 de septiembre nuestra gatita, Tzizitlini, nos levantó con sus maullidos desesperados, alertándonos sobre la inminencia del sismo y nos salvó, porque ya nos preparábamos para vestirnos cuando comenzó a estremecerse el edificio que resultó con cuarteaduras en nuestra recámara. En el departamento estaban hospedados un amigo de Pochutla, Pedro Miguel Pastor y dos campesinos, quienes salieron caminando hacia la terminal TAPO a buscar corrida hacia la costa y fueron testigos de la devastación.


En estas horas tristes, evoco la memoria de quienes fallecieron y las miles de personas voluntarias que participaron en labores de rescate, auxilio, atención médica y la solidaridad y acompañamiento al prójimo que nos sigue distinguiendo.  
@ernestoreyes14

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